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“La sierra es una zona de guerra”: desplazados por la violencia en Chihuahua sobreviven en albergues sin apoyo de autoridades

fuente:animalpolitico

El albergue Casa del Migrante San Agustín en Chihuahua registra un aumento en la población que huye de la violencia y solicita refugio. Ante esta situación, solicita apoyo a las autoridades para atender a los desplazados internos provocados por los enfrentamientos entre cárteles.

Lo mató en la cocina. Cuando escuché el balazo y me levanté a ver qué pasaba, él todavía estaba vivo. Pero ya no pudo decirme nada. Tenía la cara destrozada.

Esther, de 40 años y cuyo nombre real fue modificado por motivos de seguridad,  explica haciendo largas pausas, para que el recuerdo no le quiebre la voz, que el homicidio sucedió la noche del 13 de diciembre en una comunidad de Chihuahua que está próxima a las fronteras de los estados vecinos de Sinaloa y Durango, en el famoso ‘Triángulo Dorado’; una región montañosa al noroeste de México que ha sido durante décadas zona de cultivo de drogas como la mariguana y la amapola, y de operación de grupos criminales, especialmente del cártel de Sinaloa

Eran las 9 de la noche, aproximadamente. Pero Esther cuenta que a esa hora la mayoría de las casitas de la comunidad ya tienen las luces apagadas y los vecinos duermen en espera del nuevo día. Ella, junto a su esposo, su hijo de 10 y otra hija de 12, estaban viendo la televisión ya a punto de dormir, cuando alguien tocó la ventana de la tiendita de abarrotes que tienen al interior de su vivienda. 

Unas veces salía ella a despachar, y otras veces lo hacía él. Pero como ya estaba bien entrada la noche, en esta ocasión se levantó de la cama el esposo de Esther. 

Desde el dormitorio, la mujer y sus hijos escucharon que en la cocina donde estaba la ventana por la que atendían a los clientes se inició un diálogo que pronto derivó en una discusión y una amenaza.

–El tipo se escuchaba joven. Le pedía a mi esposo que le fiara, que no traía dinero. Y mi esposo le dijo que no, que no le podía fiar porque nosotros nos endeudamos para poder comprar la mercancía que luego vendemos. ‘No, lo siento, no te puedo fiar’, escuchaba que le repetía. 

Hasta que el joven perdió la paciencia. 

–El mushasho estaba terco y terco con que le fiara –dice Esther con el clásico acento de Chihuahua que cambia la ché por la shé–. Hasta que escuché que le dijo a mi esposo: ‘Está bien, pero luego no vayas chillando por culón’. 

Esther comenta que en su rancho no habían tenido hasta ese momento problemas con “los señores” del crimen organizado, aunque era muy frecuente que los vieran pasar rumbo al pueblo vecino, “donde sí están acumulados ellos”. Pero esa noche, por el motivo que fuera, sí se escuchaban las motos y cuatrimotos rugir por la comunidad, y a uno de ellos se le ocurrió ir a la tiendita de abarrotes por bebidas y algo de botana, y las quería gratis. El joven, dice la mujer, iba con la cara al descubierto y sin miedo a que nadie lo pudiera identificar, sabedor de la impunidad con la que operan los cárteles en gran parte del territorio mexicano

–Se miraba un mushasho como cualquier otro. Pero son gentes que solo por llevar un arma colgando del hombro ya se creen dioses. 

La discusión duró poco, a lo sumo unos 5 minutos, cuenta Esther. Hasta que, en mitad del silencio sordo de la noche cerrada, se escuchó el estruendo de una detonación y el sonido seco de un cuerpo cayendo desplomado sobre el suelo. 

–El tipo le tiró desde la ventana. Cuando escuchamos el balazo salimos corriendo y mis dos hijos y yo lo vimos tirado en la cocina. Es una imagen que nunca se va a borrar de nuestras cabezas. Nunca. 

La mujer hace una pausa y suspira. Está sentada en una silla de plástico y con los codos apoyados en una mesa al interior de una vivienda ubicada lejos de la comunidad de la que tuvo que salir huyendo como desplazada con sus hijos

Tras el disparo, su hijo de 10 años salió corriendo de la casa despavorido. Fue a la vivienda del vecino gritando por ayuda, pero nadie lo auxilió. 

–Cuando regresó a la cocina, le agarró las manos a su papá. Yo pensaba que no le había visto la cara, pero luego me dijo que sí. Aunque… mi esposo ya casi no tenía cara.

Esther vuelve a tragar saliva. 

–Y pues ahí fue cuando mi niño encaró al mushasho y le preguntó enojado por qué había matado a su padre. Pero el otro no le decía nada. Sólo se quedó ahí un buen rato nada más viéndonos, todo drogado o tonto, no lo sé, hasta que se marchó sin decir nada. 

Al día siguiente, la familia llevó el cuerpo del hombre a su comunidad natal para que lo velaran y regresaron a su casa. Pero la vida ya les había cambiado para siempre. 

–Mi hija me dice que está bien, que no tiene nada. Pero yo la veo todos los días llorar –Esther ya no aguanta y se le quiebra la voz en este punto. 

–Pero fue ella la que, regresando a la casa, me dijo: ‘Mamá, qué hacemos aquí. Ya no vamos a poder dormir ni a estar en paz nunca. Todos los días vamos a estar viendo pasar a esos ‘señores’ y con miedo. Mejor vámonos de aquí’. Y pues claro que yo quisiera regresar a mi casa, a mi vida con mi esposo. Pero eso ya nunca más se va a poder. Así que mejor cerramos la puerta con llave y nos fuimos. 

Esther y su familia pasaron a engrosar la estadística que asegura que en México hay en la actualidad al menos 386 mil personas desplazadas a la fuerza por la violencia y la actividad de los grupos delictivos, de acuerdo con lo expuesto en marzo del año pasado por Daniel Muñoz, el oficial de la Oficina en México del Alto Comisionado de Naciones Unidas de los Derechos Humanos. 

Ahora, la chihuahuense y sus hijos están refugiados en algún punto del estado, en espera de analizar cuál será su siguiente paso: si intentar cruzar a Estados Unidos en busca de asilo, a pesar de la nueva administración de Donald Trump y su política antiinmigrante y antirefugio –en el primer minuto de su segundo gobierno en la Casa Blanca el republicano eliminó de un plumazo la aplicación CBP One que sirvió para que miles de solicitantes de asilo entraran al país legalmente en años pasados–, o si intentan establecerse en otro punto de México, lejos de su comunidad y de los asesinos de su esposo. 

El problema, lamenta Esther, es que la ayuda y la atención de las autoridades chihuahuenses para las personas desplazadas como ella y sus hijos es escasa, o prácticamente nula. Y no solo se refiere a la ayuda económica para rentar una vivienda, por ejemplo, o poder comprar una mínima despensa en lo que encuentra un trabajo para salir adelante –en la comunidad, además de atender la tiendita, la mujer se dedicaba a sembrar cilantro y papa, que luego vendía en la plaza del pueblo, además de a cuidar a unos pocos “animalitos”–, sino que tampoco han recibido, por ejemplo, apoyo psicológico por parte de ninguna autoridad. 

–Yo miro a mis niños muy afectados –dice con el gesto compungido–. Yo quisiera, por ejemplo, que le dieran unas pláticas a mi niño. Me preocupa que cuando crezca todo esto se le vaya a revelar en su cabeza y pues quién sabe qué vaya a pasar. Porque cuando crezca se puede quedar con ese remordimiento de cómo dejaron a su papá. 

La mujer deja pasar otro silencio con la mirada clavada en sus manos entrelazadas que descansan sobre la mesa.

Rehenes en sus propias comunidades

Linda Flores es la coordinadora de la Casa del Migrante San Agustín, en la ciudad de Chihuahua capital. En entrevista, la defensora de derechos humanos asegura que desde que abrieron en 2019 las puertas del refugio han visto pasar desplazados mexicanos, aunque ha sido en los últimos dos años cuando han comenzado a ver de manera más recurrente casos como el de Esther y su familia. 

–Es una población que ha ido mucho en aumento –subraya Flores–. La sierra de Chihuahua, ahorita, es una zona de guerra. Y por eso muchos de los desplazados vienen de comunidades indígenas, de la zona tepehuana, en la región limítrofe entre Chihuahua, Sinaloa y Durango, aunque hace un par de años hubo un momento muy álgido de personas que venían desplazadas desde el municipio de Madera, cerca del estado de Sonora. Ahí era un foco rojo porque había enfrentamientos entre distintos grupos del crimen organizado.

De hecho, la situación por los enfrentamientos armados entre grupos criminales en otra región indígena, la Tarahumara, llevó al secretario de Desarrollo Humano estatal, Rafael Loera, a reconocer en septiembre del año pasado que en esa zona serrana había al menos 200 familias desplazadas por la violencia y atendidas en albergues del gobierno. 

Las comunidades más afectadas fueron Guachochi y Guadalupe y Calvo, donde entre los desplazados se contabilizaron al menos 300 menores de edad. Precisamente, en Guadalupe y Calvo, en las comunidades de Cinco Llagas, El Cajoncito, El Pie de la Cuesta, Las Casas, Los Placeres, El Silverio, y La Trampa, pobladores denunciaron ataques armados, amenazas, y que eran rehenes de grupos armados que no les permitían salir de sus casas, lo cual desencadenó un operativo de los tres niveles de gobierno para ‘liberar’ la zona.