
Por. Francisco Flores Legarda
“Feliz tesoro escondido en tu año nuevo; nuevo para tu ego mortal;
pero antiquísimo para tu alma inmortal.”
Jodorowsky
Diciembre suele ser un mes propicio para el balance, pero también para el deseo.
En política, sin embargo, los deseos suelen confundirse con ingenuidad.
Aun así, en un contexto marcado por la fatiga democrática, la polarización
permanente y el uso instrumental de la tecnología, formular una lista de deseos no
es un acto de optimismo vacío, sino un ejercicio de responsabilidad cívica.
Pensar qué tipo de política queremos es, en sí mismo, una forma de acción.
El primer deseo, es recuperar la integridad como activo político. No basta con
cumplir la ley; la política contemporánea exige coherencia entre lo que se hace y
lo que se proyecta. En sociedades saturadas de información, la percepción
importa tanto como la acción. La desconfianza ciudadana no nace solo de los
escándalos, sino de la sensación de que el poder opera en una lógica opaca y
autorreferencial. Sin integridad visible, no hay legitimidad sostenible.
El segundo deseo, apunta a una comunicación política menos ruidosa y más útil.
Durante años se ha privilegiado la viralidad sobre la claridad, el impacto emocional
sobre la explicación, la consigna sobre la solución. El resultado es un debate
público empobrecido, donde se gana atención, pero se pierde sentido. Comunicar
políticamente debería volver a significar, explicar, priorizar y, asumir costos; no
únicamente movilizar emociones primarias.
Un tercer deseo, es revalorizar la investigación social y la evidencia. La política ha
confundido datos con conocimiento. Medir no es comprender, segmentar no es
escuchar. Las decisiones estratégicas (tanto en campaña como en gobierno)
requieren diagnóstico profundo, no solo métricas de interacción. Sin investigación
rigurosa, la política se convierte en intuición amplificada por algoritmos.
El cuarto deseo, es poner límites éticos al poder de las plataformas tecnológicas.
La concentración de datos, la atención y capacidad de influencia en manos de
unas pocas corporaciones plantea un desafío estructural a la democracia. No se
trata de demonizar la tecnología, sino de reconocer que su arquitectura actual
condiciona el debate público, la competencia política y la autonomía ciudadana.
Regular no es censurar; es equilibrar poder.
El quinto deseo, es necesario reconstruir narrativas que cohesionen. La política
basada exclusivamente en identidades fragmentadas y microsegmentación
electoral puede ser eficaz a corto plazo, pero es corrosiva a largo plazo. Las
democracias necesitan relatos compartidos, mínimos comunes que permitan
convivir en la diferencia. Sin ellos, la política se transforma en una suma de nichos
inconexos.
El sexto deseo, es fortalecer la resiliencia democrática. Esto implica partidos más
sólidos, instituciones con credibilidad y ciudadanos menos espectadores y más
participantes. La democracia no colapsa solo por golpes externos; se erosiona
cuando deja de ser significativa para quienes la sostienen.
Séptimo deseo, un compromiso serio contra la desigualdad extrema la cual no es
solo un dato económico; es la mayor amenaza para la estabilidad democrática.
Deseo que el sistema político entienda que, si la riqueza pública sigue
empobreciéndose mientras la privada se concentra de forma obscena, la implosión
es inevitable. Deseo políticas que prioricen lo público como un derecho humano,
no como un negocio.
Octavo deseo, es la profesionalización frente al populismo, que la política recupere
su dignidad a través de la formación. Las campañas deben dejar de parecer circos
de egos y empezar a funcionar como estructuras ágiles, éticas y tecnificadas. Mi
deseo es que el “hacer política” vuelva a ser sinónimo de servicio y no de
supervivencia personal.
El noveno deseo, es que el liderazgo tradicional deje de subestimar las protestas
de las nuevas generaciones. Como he sostenido, la Generación Z no es una “voz
incómoda” por capricho; es una cuarta parte de la población que exige ser
entendida. Mi deseo es que los gobernantes cambien la descalificación por la
escucha activa. Ignorar estas demandas no es solo un error ético, es un suicidio
político a largo plazo.
Finalmente, el deseo número diez, el más simple (y quizá el más difícil) es que la
política recuerde su razón de ser: servir a los ciudadanos. No administrar su
miedo, no explotar su enojo, no tratarlos como audiencias cautivas. Servirlos con
decisiones imperfectas, pero honestas; con liderazgo responsable, no efectista.
Tal vez esta lista no se cumpla en su totalidad. Pero formularla es una forma de
marcar límites, de señalar horizontes y de recordar que la política no está
condenada a ser lo que hoy es. También puede ser (si así se decide) un espacio
de sentido, responsabilidad y futuro compartido.
Sean felices en el año que viene.
Salud y larga vida
Profesor por Oposiciòn de la Facultad de Derecho de la UACH
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