Opinión

La Corte

Por: Luis Villegas montes

En su segunda acepción (no aquélla que deriva del verbo cortar), el Diccionario de la Real Academia Española define a la voz “corte” como el “conjunto de personas que componen la familia y el acompañamiento habitual del rey”, más delante como “corral o establo donde se recoge de noche el ganado”, así como “aprisco donde se encierran las ovejas” y al final, como “Tribunal de Justicia”. 

Es claro que la denominación del máximo tribunal mexicano alude a ese último sentido, no sólo por su significado intrínseco sino por la enorme influencia que tuvo la Constitución norteamericana sobre su homóloga mexicana. Así es, desde sus más tiernos orígenes, la Constitución de 1824 recibió severas críticas por esa razón; don Lorenzo de Zavala, Presidente del mismísimo Congreso Constituyente, aseveró que se trataba de “una mala copia de la norteamericana”; y el destacado personaje conservador, Lucas Alamán, la acusaba de ser una mera “calca” de aquella, con unas cuantas nociones del derecho español.[1] En abono de esta hipótesis, es de tener en cuenta la propia denominación del órgano pues, todavía al día de hoy, el vigente artículo 94 de la Constitución federal establece que: “Se deposita el ejercicio del Poder Judicial de la Federación en una Suprema Corte de Justicia […]”, “Suprema Corte” reza el precepto y “Supreme Court of the United States” es el nombre del órgano equivalente en nuestro país vecino al norte de la República. 

Sería deseable creer que la Suprema Corte de Justicia de la Nación es esa institución augusta y venerable, compuesta por ministros de conducta impoluta y proceder intachable que tienen a su cargo la interpretación de la Ley suprema; sería deseable, repito. 

Sin embargo, los acontecimientos de los últimos años (meses, semanas, días) ponen en entredicho esa visión idílica y nos deja más bien con una corte (así, sin mayúscula) pinchurrienta y vulgar, más parecida en su esencia a las otras definiciones arriba apuntadas; es decir, en el mejor de los casos, constituye el séquito o cortejo del soberano; y en el peor, se asimila a un muladar o estercolero. Eso es, en pocas palabras, el tribunal superior del país: comitiva o albañal. 

El espectáculo indigno y decadente de una exministra, exsecretaria de gobernación y actual senadora de la República que, babeante, loa y aplaude los desmanes del actual titular del Poder Ejecutivo pone en entredicho no sólo su supuesta inteligencia, sino su integridad e independencia de criterio en el ejercicio de la judicatura. Otro tanto puede decirse del chango rasurado de Arturo (a) “El Lelo”, quien sin ningún pudor, ni recato, ni respeto a la investidura, renunció a su elevada encomienda para irse a arrastrar a las plantas de Claudia Sheinbaum. 

O qué decir de las otras tres ministras: Loretta Ortiz, la plagiaria
Yasmín Esquivel y la también impresentable Lenia Batres; de las tres se puede afirmar lo mismo, el mayor mérito para ocupar el cargo que poseen es la enfermiza adicción al régimen del Presidente Andrés Manuel López Obrador, su canallesca sumisión y su ostentosa parcialidad. 

Afirmaciones, las tres últimas, aplicables también al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación cuya recién estrenada presidente, Mónica Aralí Soto, es conocida por su cercanía con el régimen que encabeza el mencionado López Obrador y la turbia maniobra que la llevó a esa posición. Se ve chula de bonita la funcionaria llamando a “darle vuelta a la página” tras los escándalos en el seno del órgano que preside y que ella misma alentó y protagonizó (todos vimos, en cadena nacional, lo grosera y corrientita que pude llegar a ser esta mujer[2]). 

Como sea, el panorama no pinta bien en México en lo que atañe a la administración de justicia al máximo nivel. Cooptados, obsecuentes, dóciles, los ministros señalados constituyen un serio riesgo para la democracia mexicana. Ésta afirmación me es útil para desarrollar una idea que esbozaré la próxima semana y llevará por título: “AMLO 2024-2036”. 

Por cierto, ese panorama me lleva a reflexionar sobre las bondades de insistir en la pertinencia de la famosa paridad. Las mujeres, por lo menos las cinco señaladas, lo han hecho igual de mal que cualquier varón y me atrevo a decir que, en algunos casos, incluso peor. Cuando comento ese tópico con algunas féminas de mi entorno, me miran feo y me dicen que no, que no, que no, que sí es mucho mejor, aunque no atinan a explicarme bien el porqué. Aquí espero. 

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Luis Villegas Montes. 

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