Opinión

Les decico mi silencio

Por: Luis Villegas Montes

“Le dedico mi silencio”, así le dice Lalo Molfino a Cecilia Barraza para despedirse cuando ésta, cansada de sus desplantes y desaires, lo corre por fin de la compañía. 

“Le dedico mi silencio”, le dice, y la frase, no dejará de rondar por la cabeza de Toño Azpilcueta, periodista y catedrático venido a menos; especialista en música criolla, en particular, el vals peruano; quien decide emprender un periplo que lo llevará a la otrora Santa María de los Valles de Chiclayo; ciudad situada al norte del Perú, tras las huellas de Lalo Molfino, el más formidable guitarrista que Toño haya escuchado jamás, prematuramente muerto entre esputos de sangre en un hospital de caridad.  

Ese pensamiento desplazará las turbias pesadillas de Toño, pobladas de ratas impúdicas, cínicas y desvergonzadas, las mismas ratas que inundan los callejones limeños, y lo llevará por senderos no menos oscuros y fúnebres, pero tal vez menos inquietantes. 

Antes de meterse de lleno en esa aventura de locos, la de hallar la pista perdida de un músico muerto, Toño era feliz porque había oído a Lalo Molfino: “Tendría sueños felices y mañana escribiría el mejor artículo de su vida”.[1] Dice Vargas Llosa, que es quien nos cuenta la historia: “Esa noche no pensó en ratas ni en roedores fantasmales que se meterían en sus sueños a impedirle dormir, como a veces le ocurría. Entre las mantas, mirando el techo de su casa, seguía enardecido por la experiencia que había tenido escuchando a Lalo Molfino”.[2] 

Vaya a saberse por qué derroteros discurrió el magín del escribidor, que hace de ese único concierto del zambito chiclayano en donde estuvo presente Toño Azpilcueta, un hito en su perpetua recordación; y el espeso silencio que lo circunda lo transporta a la plaza de toros: “Toño palpaba el silencio […] No, no era simplemente la destreza con que los dedos del chiclayano sacaban notas que parecían nuevas. Era algo más. Era sabiduría, concentración, maestría extrema, milagro. Y no se trataba sólo del silencio profundo, sino de la reacción de la gente. El rostro de Toño estaba bañado por las lágrimas y su alma, abierta y anhelante, deseosa de reunir en un gran abrazo a esos compatriotas, a los hermanos que habían atestiguado el prodigio”.[3] 

Y he aquí el prodigio, el salto que nos lleva de esa noche ya entrada en Bajo el Puente, un viejo distrito colonial de Lima, a la Plaza de Acho, a pleno sol, durante la Feria de Octubre de un año olvidado, en que Procuna, un matador mexicano que toreaba muy desigual, que lo mismo huía apanicado del toro que se llenaba de valor y buen arte y se arrimaba al animal de una forma que daba vértigo, Toño Azpilcueta cree que desde entonces no ha vuelto a escuchar aquel silencio “tan profundo, tan extático, detoda una plaza, que, sublimada y expectante, callaba, dejaba de respirar y de pensar, olvidada de todo lo que tenía en la cabeza, y, suspensa, ebria, contagiada, inmóvil, veía el milagro que tenía lugar allá abajo, donde Procuna, derrochando arte, coraje, sabiduría, repetía infinitamente esos naturales y derechazos, arrimándose cada vez más al toro, fundiéndose con él”.[4] 

Hay formas y formas de despedirse. Como epitafio, el de Lalo Molfino me parece esplendente. 

Creo que, si alguna vez, mis huesos reposaran en un camposanto —cosa que no habrá de ocurrir, si mis deudos tienen a bien cumplir con mi última voluntad—, me gustaría despedirme así. “Les dedico mi silencio”, me parece el más extraordinario adiós, el más puntual, el más exacto, el más explícito, para quienes tenemos claro qué somos y qué fuimos, aunque los demás no lo entiendan. 

Ésa es la magia de los libros. Léanlo. 

Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: http://unareflexionpersonal.wordpress.com/ 

Luis Villegas Montes. 

luvimo6608@gmail.comluvimo6614@hotmail.com