Opinión

Ni libertad de expresión ni nada, libertinaje.

Por: Luis Villegas Montes 

Para que no queden dudas, vamos a decirlo sin miedo y desde el principio: qué asco de país donde el debate político se discute a la luz de un término equívoco como lo es el de “violencia” y se coarta y mutila y lastima y mata un derecho fundamental como el del derecho a la libertad de expresión. 

El asunto lo resume, de manera magistral, Denise Dresser: hechos. Una diputada plurinominal de Morena es captada en un avión gubernamental, acompañada por su familia, trasladándose a un evento de partido; las versiones de la diputada varían y suscitan dudas: “Decenas de columnas, tuits y memes especulan sobre los motivos detrás de un privilegio concedido a un miembro de la élite morenista. En este contexto, una analista sugiere que ‘en la narrativa pública’ se habla de una relación personal entre el precandidato y la diputada, sin afirmar que eso sea cierto. Acto seguido, la diputada demanda a la analista por ‘violencia política de género’ ante el INE”;[1] luego (primer absurdo), el INE impone medidas cautelares a la analista y obliga a bajar de las redes tanto la porción del programa de internet donde se debatió el tema, así como el tuit donde aclara que la supuesta relación personal es irrelevante; el tema de fondo es el influyentismo y el avión; y después (la locura), la Sala Especializada del Tribunal Electoral falla en contra de la analista, y “se le imponen las penas más severas: una multa de 20,748 pesos, una disculpa pública, un curso sobre violencia política de género, y su colocación —durante año y medio— en el Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género”.[2] 

En este momento de la historia patria, cualquier imbécil, cualquier abogaduche de cuarta, ensalzade en forma artificial merced a sus vínculos inconfesables con morenistas prominentes (senadores, por ejemplo), mintiendo, victimizándose sin razón ni motivo, puede estar segure, segure, segure, de que, por más absurdas e infaustas que resulten sus pretensiones, podrán prosperar si tienen la fortuna de hallar le padrine correcte. 

En ese sinsentido generalizado, en ese maremágnum de estupidez compartida, no se oye la voz de quienes no comulgamos con ideas tan idiotas, sobre todo aquéllas tendentes a erosionar el derecho a la libertad de expresión, entendido como el summum de todos los demás derechos humanos. Sin él, no hay modo de proteger al resto ni tutelaros en forma eficaz. 

De la mano de la bendita amistad, me llegó un libro; no voy a decir el nombre de la persona que me lo obsequió (más para proteger su identidad que por otra cosa). La libertad de expresión: Y por qué es tan importante,[3] se llama. En esta hora de tanto desorden, de tanta incomprensión y donde un puñado de tarados se sienten dueños (y así actúan) de la verdad absoluta, es hora de desenmascararlos —o por lo menos de intentarlo—. Proteger los derechos humanos no puede convertirse en ocasión de dogma alguno, donde unos tienen que hacer —o dejar de hacer— tal o cual cosa, porque según el criterio del algún acomplejado le hace daño. Hay babosites que se sienten agredidos por un tono de voz firme y seco, con algunos decibles por encima de lo común y corriente, todo para intentar hacerse oír en esa barahúnda de burradas, intrascendencia, mezquindad y traumas. 

Porque me parecen valiosos, porque me parecen irrebatibles, porque el mensaje es uno solo, claro y contundente, rescato algunos párrafos del libro en mención que reproduzco: “Si hiciésemos una pequeña encuesta a nuestro alrededor, es probable que todo el mundo se muestre a favor de la libertad de expresión y en contra de la censura, y así lo manifieste sin mayor problema ni duda en voz alta […] Pero si afinamos un poco más, si preguntamos por afirmaciones xenófobas, chistes sobre víctimas de terrorismo o abusos infantiles, expresiones abiertamente machistas o comentarios desconsiderados hacia, por ejemplo, discapacitados y desfavorecidos, es muy posible que una buena parte de nuestros encuestados piense que ahí se debe poner un límite, marcar una línea roja”. Dice el autor al respecto: “Y es ahí donde se tambalea la defensa de la libertad de expresión y ahí justo donde es necesario recordarnos su importancia y reforzarla. Precisamente en ese punto en el que se evidencia el divorcio entre la facilidad con la que podemos expresar nuestro compromiso con ella y el conflicto que supone mantener esa postura en la práctica, cuando defenderla supone hacerlo también para aquellos con los que estamos abiertamente en desacuerdo, cuyas opiniones e ideas nos repugnan incluso”. 

Esa idea que se anuncia, y se enuncia, en un simple párrafo, se desarrolla luego de manera sucinta y nos lo deja en claro (por si no lo estaba): “Para los perversos, los desconsiderados, los idiotas, los desagradables y los mezquinos. Para los equivocados, los estúpidos, los desinformados, para los mentirosos y los ignorantes, los manipuladores y los interesados. Para esos, que siempre son los otros, qué casualidad, nunca nosotros, es también la libertad de expresión”. 

No hay nadie más intolerante, ni más prejuicioso, ni más cobarde, ni más ignorante, ni más tonto, que quien pretende defender su derecho intentando hacer callar a otros u obligándolos al silencio forzado. Que se reeduquen ellos, son quienes en verdad lo necesitan. 

Por favor, no se calle, no claudique, no deje caer los brazos; no permita que los débiles mentales, débiles morales, débiles de carácter, mentecatites del montón cuya fortaleza se reduce a su número (creciente —o a las influencias ganadas de rodillas o vaya usted a saber cómo—) se empoderen. Sus hijos se lo agradecerán, ya lo verá. 

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Luis Villegas Montes. 

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